vengo de dudar de lo que existe, la carne que reconozco tiembla en la oscuridad, espera el mordisco del sol.
vengo del pánico interno de lo que se fuga, la esperanza con sus ojos precarios, la semilla con su latido prisionero, el recuerdo atado en un hito del pasado, el amor con sus agónicas crías.
vengo del dolor expulsado por la muerte, vi cómo estallaba la esperanza como una flor masacrada por el fuego.
vengo de lo que aún no fui, a construir los cimientos, aprendo los nombres de mi devenir.
vengo de la niebla, he atravesado la noche con una máscara y la espada de mi voz, me empuja el silencio hacia adentro, me embriagan los licores de dios,
Mi madre me dijo hoy que la angustia le abrazó el riñón por sorpresa y entiende que eso es símbolo de algo.
Pero, por teléfono no sabe explicarme si tiene que interpretar la visita de esa, su angustia, como una clave que encierra el nombre de poetas muertos en la guerra o de mi hermano sin comida ni tazas en su casa, escuchando cumbia mientras se baña y el agua cae por su pecho quebrado de otra angustia, la suya, que me abraza a mí ahora en el desayuno.
“Mamá, no tengo ganas ni fuerzas para hacerle frente al día”. “Mamá soy presa de mis saltos y atropellos y mis cigarrillos y mis fotos y mi música de dientes y mi liquen, mamá”.
“Hoy hay viento”, dice mi madre, “y calor y costa”.
“Nuestro liquen”, le agrego a mi hermano cuando se despide, casi desnudo. “Nuestro liquen nos va a sobrevivir”.
Seremos uno, liquen que me abraza el hígado, el páncreas, el pulmón que mi padre perdió.
“Pulmón”, dice el símbolo de mi madre, “liquen”, “espacio”, “viento de costa”, “seremos”.
“Aquí aprendió una vida, a ser paz en la tierra, los ojos en el cielo, del corazón de greda.”
Extraño el cielo rodeado de campo el sin fin de oscuridad brillante estrellándome la cara lo miserable y sola que una es ante el majestuoso rostro de la noche el frío y el silencioso ruido nocturno la reposera en medio de la nada y el choco lamiéndome la mano. Extraño el poncho que el viejo me traía la compañía cómplice el rumor de un viento de pinos el aire que al salir de mi boca se congela y hace humos la sequedad y la jarilla perfumando los sueños. La luna llena alumbrando al oeste. La nieve de un abrazo de cumbres.
Ya estoy imaginando de volver a ganar el mismo aire de no tener miedo al recoger del suelo algunas mariposas por si aparecen motivos de esconder sentimientos en una grieta arde la ciudad y sin embargo te prometo un invierno contigo contradicción de algunas azoteas en dejarnos marchar cómo salgo del bucle ahora sin tener las dudas entre las manos. Quizás la tormenta se haga presente cuando digas que nos recuerdas sería entonces un día de lluvia que acelera las pulsaciones haciendo equilibrio después de soltarnos en una guerra fría en un acto reflejo por retener algo que ya se ha caído. Es verdad que llegué a buscar lo que nos falta en la distancia para ver si en la almohada permanecen promesas mal redactadas siempre hay más de lo que no ves al estar entre la espada y ninguna pared.
Nuestras bocas siempre tenían sabor a cítrico, con mi hermana comíamos mandarinas en el patio de la casa mi padre nos había preparado una caña con un gancho en el extremo la colocábamos en las ramas y las balanceábamos hasta que las frutas caían directo a nuestras manos. Mi infancia se gestó en patios grandes delimitados por tejidos de alambres y cañas de azúcar. Poco respetábamos el horario de la siesta más en vacaciones. Muchas veces nos sofocaba el calor de Enero, prendíamos el bombeador, bajo el chorro de agua nuestros cuerpos se enfriaban, era como un bautismo una especie de renacimiento diario. Solía ir en bicicleta a un campo de Eucaliptus no muy lejos de mi casa, pocos se animaban a ir a ese lugar. El cielo no era celeste sino verde-grisáceo los rayos del sol entraban por las angostas ramas eclipsaban mis ojos llenándolos de energía, yo inhalaba profundamente y ventilaba mis pulmones. Cuando termina la tarde volvía a mi casa en la mesa la comida ya estaba servida, mi padre sentado en la cabecera no preguntaba nada pero sabía por dónde había andado, sentía en mí el aroma a mandarinas y eucaliptos.
El ómnibus trepa la avenida para entrar a Paraná y el río se abre a la derecha. Cuando se detiene en un semáforo veo, en la pared interna de un refugio en una parada de colectivos, un grafiti de tamaño desesperado: Maite, te esperé en la fuente. Debajo, en letra más pequeña, llamame, y un número de celular. El mensaje me persigue. Lo veo cada semana, y ya no sé si me ubico a la derecha para ver el río o para leerlo. Puede que sea prejuicio, pero imagino que alguien que lleva consigo un aerosol es un chico joven. Pienso también que han de conocerse poco, porque si el mensaje queda en un refugio es porque él no sabe dónde vive ella. Se vieron por primera vez en el colectivo, entonces, en ese refugio. Compartieron algunos viajes. La regularidad de los encuentros hizo innecesario el intercambio de números de teléfono: pensaban que ella iba a estar ahí, que él iba a estar siempre ahí. Quedaron en verse más allá del viaje, en una fuente, acaso la más cercana a esa parada y en un fin de semana. Pero ella no fue. ¿Cuánto la esperó? Él caminó hasta el refugio, porque ella pudo haberse confundido, pudo haber pensado que se verían allí, pero ella no estaba. Nunca llegó. ¿Llovía? Él supuso que la iba a encontrar en unos días en la parada, como siempre, pero ella nunca más tomó ese colectivo a esa hora. El grafiti fue el mensaje más directo, entonces: si pasaba por ahí, si alguna vez volvía a tomar un colectivo, si le quedaba un resto de interés en el compañero ocasional de asiento, entonces lo llamaría. Vivió esa espera como quien se asoma a un abismo, pero de a poco el ahogo se fue disolviendo junto con la esperanza y el miedo a que nunca más nadie llegue a su vida. Unos meses después apareció otra chica y el celular siguió ahí, expuesto, impúdico, para cualquiera que quiera hacer llamadas de broma. El número dice mucho: que él no se resigna, que no le importa lo que digan, que la espera. Pero ella cambió su rutina a propósito. Pasa en otro horario por ese lugar, en un colectivo de otra línea, ve el mensaje y aparta la vista. Ruega no volver a encontrarlo. ¿Cómo le explicaría el plantón, el desprecio súbito? Puede que haga años que el grafiti revela su número en el refugio. ¿Cada cuánto se pintan los refugios en Paraná? Él tendría que haberla olvidado ya. A lo mejor ella se mudó a otra ciudad junto a otro río y otras fuentes. Él nunca usó el fondo de su aerosol para tachar el mensaje. Lo dejó en la mochila que ocultó en el fondo del placard. Lo lee a veces, cuando pasa en la moto -que se compró hace poco- o cuando toma un helado con su flamante novia en las mesas pringosas de la vereda de enfrente. Su chica no sabe de Maite y él no piensa contarle. Él a veces se pregunta si no será mejor tachar ese número, porque su novia algún día puede darse cuenta de que ese es su celular, pero no lo hace. Lo echa a la suerte: si ella se enoja y lo deja, habrá sido por algo mucho más grande que lo que tiene hoy con ella, por una conversación interrumpida antes del primer beso, la única relación perfecta que tendrá en su vida. También puede que Maite haya estado en cama por unos días y que se hayan encontrado al poco tiempo para reírse juntos del desencuentro y del mal rato que sin querer ella le hizo pasar. Se habrán abrazado. Todo habrá estado bien por un tiempo. Pero no, no creo que haya pasado así. Por alguna razón siento más cercano al mundo de las posibilidades que él lleve a su novia a esa heladería, que después se suban a la moto -se ríen, se besan-, y que al pasar frente al refugio él siempre piense que con Maite todo, todo habría sido mejor.